En un paraje campestre, una niña se entusiasma con la idea de aprender a tocar el violín y recibe una serie de lecciones muy especiales de parte de un viejo maestro en este cortometraje en el que se establece una relación muy particular entre profesor y alumna, ya que la enseñanza para dominar el instrumento pasa más por conectarse con los sentidos y con la naturaleza que con la información técnica respecto a lo musical.
Observar el mundo, las estrellas, escuchar los sonidos del ambiente y mirar la belleza (y la musicalidad) de los árboles mientras cae la noche, alejados de la presión de “aprender” en un sentido tradicional, son los elementos que pueden servir, eventualmente, a que la niña sepa no solo tocar el instrumento en cuestión sino saber qué hacer con él, a conectarse con lo que la rodea.
La voz en off de la niña va pasando del descreimiento inicial respecto de la técnica de enseñanza hasta llegar a la conclusión de que en la propia observación y en el aprender a escuchar el mundo estaba todo lo que necesitaba saber para tocar ese y cualquier otro instrumento. Un corto de una belleza singular y de un amable corte poético.
Por Diego Lerer, de OtrosCines.com, para Retina Latina
niñez
E’çkwe quiere decir colibrí, de Mónica María Mondragón
La imagen inicial establece el punto de vista: el hermoso rostro de la niña llamada E’çkwe en un primer plano contundente. A continuación, cinco planos fijos sobre el techo de la habitación en la que está recostada, perspectiva que dista de ser trivial, porque la visión contiene una sensibilidad respecto de las sombras de las cortinas y del tenue movimiento de una corriente de aire generada probablemente por el ventilador, que no se ve pero sí se oye (en el principio). Todo lo que se verá de ahí en más pasará por la mirada de esa niña indígena que vive con su madre en un edificio junto con otras mujeres que trabajan como prostitutas. La escena inicial cierra con la intervención de una compañera de trabajo que establece una diferencia “higiénica” (o más bien ideológica) respecto de la madre de E’çkwe .
En menos de tres minutos, el film define sus coordenadas simbólicas y una estética precisa. La economía narrativa es notable: la prostitución y la discriminación organizan conceptualmente el conjunto, la sensibilidad de la niña define el punto de vista. A partir de ahí, Mondragón se atiene a seguir algunos actos cotidianos que tienen lugar en el recinto hasta la llegada de la noche, momento en el que las chicas (y no tan chicas) empiezan su trabajo. La mayor dramaticidad adviene cuando E’çkwe pueda entender mejor los pormenores del oficio de su madre, secuencia resuelta con gran elegancia apelando a un “heterodoxo” o “natural” fundido.
Mondragón es consciente de la prematura lectura que puede hacer su personaje; se trata de una mirada antes de la moral, que más bien refiere una singular sensibilidad propia de un estadio de vida. En ese sentido, la intensificación de las insignificantes tareas previas a que las mujeres empiecen a trabajar son fundamentales. Ahí se revela un microcosmos de la prostitución, el fuera de campo que el cliente desconoce, pero que la cineasta visibiliza. Es por eso que la altura de cámara siempre coincide con el punto de observación de la pequeña protagonista, y ese registro, que también es un principio de la mirada, no se abandona, como se puede corroborar en un plano abierto en el que la niña camina por un pasillo, captada a cierta distancia; la decisión formal se mantiene a rajatabla.
La elipsis con la que Mondragón culmina su película es magnífica, de tal modo que contrasta bastante con el mismísimo plano de cierre, el cual tiene una función un poco moralizante, acaso fuera del registro general, y que a su vez complejiza el punto de vista elegido en el inicio.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina
Mariana, Mariana, de Alberto Isaac
Esta transposición de la novela corta «Las batallas en el desierto», de José Emilio Pacheco, a cargo del talentoso Vicente Leñero, está ambientada en dos momentos y lugares emblemáticos de la historia mexicana. La acción arranca con la llegada de Carlitos (Pedro Armendáriz Jr.) al funeral de su padre, en un DF que todavía muestra la devastación del terremoto de 1985 (las viejas casonas son demolidas para la construcción de edificios) y con un caos de tránsito que hace estragos. El protagonista se reencuentra allí con un compañero de colegio y ese será el punto de partida para que la película -contada con permanentes flashbacks- nos lleve al barrio Colonia Roma de 1948.
En ese pasado de familias acomodadas que empiezan a disfrutar de la modernidad (hay varios pasajes en los que prueban nuevos electrodomésticos) veremos no sólo la dinámica escolar de Carlitos (Luis Mario Quiroz), por entonces de diez años, sino también la relación con su mejor amigo, Jim (Juan Carlos Andrews), un niño que llega de los Estados Unidos, y -más precisamente- el enamoramiento del pequeño protagonista ante la encantadora madre de su compañero, la Mariana del título (Elizabeth Aguilar). El despertar sexual y la ternura aparecen, así, de manera cuestionadora y provocadora, con una mirada agridulce que jamás resulta demagógica ni concesiva.
Ese es el eje dramático de un film que describe con inteligencia y profundidad el espíritu de ambas épocas, sobre todo la de aquellos años 40 con sus diferencias de clases, sus prejuicios, sus miserias burguesas (familias disfuncionales, doble moral, infidelidades), su racismo y xenofobia, su corrupción empresarial y política, y la particular relación de amor-odio con los Estados Unidos.
Cabe destacar que este film -consagrado en los Premios Ariel de 1988 con ocho estatuillas- iba a ser dirigido por José “El Perro” Estrada, pero el realizador falleció pocos días antes del inicio del rodaje y fue reemplazado por Alberto Isaac (el mismo de Las insurrectas), quien mantuvo los principales lineamientos de Estrada y convirtió a Mariana, Mariana en un largometraje insoslayable del cine mexicano de la década de 1980.
Por Diego Batlle, de OtrosCines.com, para Retina Latina
Un brinco pa’ allá, de Dominique Jonard
Este cortometraje dirigido por el realizador francés Dominique Jonard –residente en México desde hace décadas–, que cuenta con la participación creativa de varios niños de escuelas mexicanas y estadounidenses, respectivamente de Tijuana y San Diego, no ha perdido su vigencia. ¿Quién puede desmentirlo? Han pasado 16 años y el deseo de muchos mexicanos por emigrar a los Estados Unidos en busca de un paraíso materialista parece intacto.
En este film que respeta enteramente el entendimiento de los niños acerca del tema, su protagonista Don Ramón toma la decisión de ir “al otro lado”. Para eso trabaja un mes recolectando hortalizas en un campo cercano a la frontera y emprende luego el viaje al país de la abundancia junto con otros compatriotas. Lo que empieza como un relato naturalista siguiendo la lógica visual propia de un cómic adquiere un golpe de sorpresa narrativo cuando el concepto de “otredad” (los mexicanos en la mirada de los gringos) es intervenido humorísticamente y sustituido por el de “alienígena”, en un giro magnífico del relato que aliviana la trama y a su vez la complejiza sin darle la espalda a la audiencia infantil. ¿Cine político para niños? He aquí una legítima evidencia.
La sensibilidad de Jonard se puede verificar en la forma en la que se apropia (sin traicionar) de los elementos que han sugerido los niños de las escuelas mencionadas. Si el dibujo parece rudimentario, dada la falta de perspectiva y su índole plana, es menester asociarlo a la expresividad infantil; de hecho, la textura del dibujo traduce coherentemente el imaginario de los niños. En ese sentido, que las voces de los personajes sean de niños –incluso cuando los personajes son adultos en el relato– es otro de los aciertos de la película, al igual que el pasaje en el que las patrullas estadounidenses en la frontera apenas pueden articular alguna oración inteligente. No está mal restarles voz a los que representan el poder y reprimen en su nombre.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina
De cómo los niños pueden volar, de Leopoldo Aguilar
La belleza y elegancia formal del trabajo animado es lo que más se luce en este cortometraje mexicano en el que se cuenta la historia de un niño que, a causa de una distracción de su atribulada madre, termina enredándose en una peligrosa aventura por seguir a un cuervo hasta los techos de su casa.
La breve y triste historia de este cortometraje conjuga elementos religiosos y míticos para volverse una pequeña parábola familiar sobre la vida y la muerte. El delicado trabajo audiovisual del film se destaca debido a su aspecto de acuarelas en movimiento y por su elaboración sonora que suple a la perfección la falta de diálogos con elocuentes apuntes que dan a entender el fuerte contenido dramático de la trama. La canción del final funciona como metafórico cierre -una suerte de luz de esperanza en medio de la oscuridad- de este cuento.
Por Diego Lerer, de OtrosCines.com, para Retina Latina
Rojo red, de Juan Manuel Betancourt
Sin el empleo de ninguna palabra, la secuencia inicial es ya una expresión precisa del tema a desarrollar: el libre discurrir de la imaginación en la infancia, que se desenvuelve en un sinfín de asociaciones incorporando elementos simples de la vida doméstica y desatando otra lógica que no es otra cosa que la que compromete al juego. El niño juega sobre la alfombra del living de su casa con sus juguetes y al hacerlo esos objetos concebidos para la recreación parecen adquirir alma. Un avión diminuto, por ejemplo, parece estar a punto de despegar. Primer acierto de Betancourt: otorgarle alma a los juguetes gracias a un apoyo sonoro que los desmarcan de su función lúdica. La imaginación se entromete por el sonido relevando a la imagen en la tarea de ejemplificar.
Después, sí, lo visual, apoyado en parte en la animación en stop motion, tomará preponderancia, una vez que el niño deje la casa, tras una amonestación de su madre, antes de una pequeña disputa con su hermana menor. Huirá corriendo y en plena calle las irregularidades del asfalto detendrán su marcha. Nada de la realidad de ahí en adelante obedecerá a las reglas que la realidad impone. Con los cordones de los zapatos, por ejemplo, se puede hasta destruir una ciudad.
Doce minutos dura Rojo red, y basta ese tiempo escaso para confirmar el ingenio de Betancourt.
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina