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Juan José Morosoli

Cine y literatura en cinco películas

septiembre 15, 2016 by Retina Latina 1 comentario

Dos novelas, un cuento, una parábola y un retrato sobre un escritor; estos son los orígenes de las cinco películas elegidas para este ciclo, que permiten divisar algunas modalidades de transformación que se ponen en juego cuando la palabra escrita conoce una mutación a otro orden de representación. En efecto, el orden de lo cinematográfico, en el cual toda descripción es sustituida por un encuentro directo con el objeto, los conceptos se escenifican y a cualquier expresión lingüística le corresponde un cuerpo concreto que la encarna y pronuncia, es inconmensurable respecto del literario. El ciclo muestra entonces cinco caminos para revisitar las relaciones tensas y fascinantes entre la literatura y el cine.

En La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, de Luis Ospina, el cineasta de Cali elige al iconoclasta y provocativo escritor de Medellín, que también tiene una relación directa con el cine (y no solamente por la famosa película de Barbet Schroeder basada en su célebre libro La virgen de los sicarios) y comparte una cierta política de la sinceridad con quien está detrás de cámara para retratarlo. La forma en la que Vallejo habla de su propia homosexualidad, el arte de la injuria que practica sobre Gabriel García Márquez, o el desinhibido desdén respecto de toda práctica humana sostenida irremediablemente en la hipocresía constituyen declaraciones de guerra al sentido común, blanco elegido en reiteradas ocasiones por Ospina y sus camaradas de Cali. La relación entre cine y literatura es aquí fluida, ya que la propia biografía de Vallejo mueve al ejemplo cinematográfico.

El origen literario de La mansión de Araucaima tuvo su genealogía en el deseo de convencer por parte de su autor, Álvaro Mutis, a un cineasta enorme como Luis Buñuel, de que existía un paralelismo entre lo gótico y lo tropical. El argumento de la novela y la película tiene una inmediata correspondencia en su sensibilidad con el mundo distorsionado y fuera de sus engranajes característico de gran parte del cine de Buñuel. En la apropiación cinematográfica de Carlos Mayolo, el gran compañero de ruta de Ospina, el relato de Mutis remite a esa faceta del cine de Buñuel, aunque Mayolo inscribe su estilo y su propia apreciación de lo decadente, como una forma de arremeter contra las firmes reglas de la moral burguesa. Los seis personajes que viven en la mansión a la que alude el título están sumidos en un aislamiento inexplicable y son partícipes de un sistema vincular determinado por el deseo. La azarosa llegada de una modelo publicitaria a la mansión rompe un poco el equilibrio de una economía libidinal que hasta la llegada de esa hermosa joven nada parecía conmover.

Uno de los mejores cineastas latinoamericanos en la apropiación de grandes novelas o textos literarios de peso es Arturo Ripstein, y es justamente en esta temprana transposición de una novela de Juan Rulfo a la pantalla grande que puede verificarse la perspicacia de Ripstein, aquí por primera vez trabajando con Paz Garciadiego. La forma en la que el director visualiza El gallo de oro en El imperio de la fortuna, versión lógicamente dispar respecto de la no menos extraordinaria La fórmula secreta (y también de la adaptación filmada por Roberto Gavaldón, que llevaba el título de la novela), demarca la diferencia desde el mismo inicio a partir de decisiones de puesta en escena que nunca pueden estar en la lógica de una novela. La visualización del espacio y los movimientos de cámara no provienen jamás de la literatura. La sofisticación de los encuadres y el uso de la profundidad de campo son una verdadera constante en el film de Ripstein; éste cuenta la historia de un pregonero que por casualidad empezará a cuidar a un gallo de riña moribundo que se convertirá en un campeón y que lo irá posicionando socialmente.

En Mi vanidad, el joven director Francisco Bautista Reyes toma una magnífica parábola de Carlos Monsiváis que se puede leer en el primer capítulo de Nuevo catecismo para indios remisos y emprende una inteligente versión cinematográfica. Reyes toma literalmente todos los diálogos de “Parábola de la virgen provinciana y la virgen cosmopolita” y a su vez refuerza el sentido de la parábola añadiendo una lectura arquitectónica no menos crítica de la casa en la que, se supone, se honra a Dios, lectura que no está en la pieza literaria. El contexto es lo cinematográfico, el texto es lo literario.

En El viaje hacia el mar, Guillermo Casanova elige un cuento de su compatriota Juan José Morosoli en el que cinco amigos de Minas, un pueblo de Uruguay, deciden hacer un viaje para que cuatro de ellos vean por primera vez el mar. Es imposible que un film del tipo road movie pueda ser reducido a una mera ilustración de un cuento. Algunos diálogos extensos en el camión conducido por Rodríguez, el dueño del vehículo y el único que ha conocido el mar, remiten directamente al cuento, lo que explica en cierta medida la notoria duración de algunas escenas centradas en la conversación, pero el film de Casanova le va ganando terreno al origen literario de su relato a medida que el viaje avanza y el propio espacio abierto del viaje impone modalidades de registro que no pertenecen al orden literario.

Dos novelas, un cuento, una parábola y un retrato dan por resultado cinco películas. En todas se puede intuir la inexactitud de quienes piensan que el cine es literatura por otros medios. El tema excede esta presentación, pero este ciclo no deja de ser un buen acicate para proseguir un debate que nunca está de más.

Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina

Archivado en:Noticias Etiquetado con:Álvaro Mutis, Carlos Monsiváis, Fernando Vallejo, Gabriel García Márquez, Juan José Morosoli, Juan Rulfo, Luis Buñuel

Viaje hacia el mar, de Guillermo Casanova

septiembre 15, 2016 by Retina Latina Dejar un comentario

El color local tiene sus riesgos tanto en el cine como en la literatura. La insistencia en lo propio y en las presuntas beatitudes de una idiosincrasia, o en su defecto, la burla cínica frente a ella, no suele culminar en buenas películas y piezas literarias. La ópera prima de Guillermo Casanova arranca con signos característicos de una impronta uruguaya demasiado reconocible: el festejo de un día patrio y el entierro de un hombre del pueblo, todo al mismo tiempo mientras se divisan los primeros personajes, parece una suma del más trivial costumbrismo.

En efecto, el costumbrismo más estereotipado se anuncia en el puntapié narrativo, pero en pocos minutos el film se va distanciando sin proponerse como una crítica ni como una vindicación de las costumbres uruguayas. El interés pasará por la discreta celebración de la amistad, una práctica demasiado universal como para quedar subordinada a los lugares comunes de una cultura, a la que se le reconoce sin embargo su singularidad.

Situado en la década de 1960, pero sin precisiones históricas y políticas evidentes, el relato empieza con los preparativos de una suerte de expedición que compromete a cinco lugareños, de los cuales cuatro no han visto jamás el mar. El pueblo de Minas está bastante lejos de la inmensa costa uruguaya, y el periplo tendrá lugar arriba del camión de Rodríguez, el mentor de la idea, pues él sí ha visto el océano y entiende que es un fenómeno natural digno de admiración. ¿Quién podría contradecirlo? La preferencia de un asado ante el inminente encuentro con el mar es un indicativo de que no siempre es posible desear lo que no se conoce.

En el momento en que están por partir, un hombre llega al pueblo. Tal vez se trate de un escritor, quizás escape de algo, pero su razón de sumarse al viaje será observar cómo otros verán por primera vez el mar. Es una motivación extraña, pero puede ser la de un escritor que busca acumular situaciones ligeramente extraordinarias para convertirlas en relato.

El viaje es lentísimo, porque el camión de Rodríguez apenas puede desplazarse. ¿Un camión idiosincrásico? La tranquilidad oriental alcanza incluso a la misma máquina, estado de ánimo reflejado en el resto de los personajes: el barrendero, el dueño del camión, un peón, un viejo vendedor de billetes de lotería, un hombre dedicado a palear para enterrar a los muertos del pueblo y el ya mencionado escritor pueden tener sus rabietas, pero mantienen los modales.

Como es de esperar, habrá algunos que otros obstáculos durante el viaje y también algunas situaciones imaginarias que por pocos minutos se desvían de la travesía, aunque nada detendrá a los hombres para llegar a una meta no del todo vivida con pasión, pero que no se la abandona.

Basándose en un cuento de Juan José Morosoli de título homónimo, publicado en 1952, Casanova elige serle fiel al relato literario sin descuidar todo aquello que jamás puede estar en la literatura y sí en el cine. Hay evidencia concreta: una gran cantidad de encuadres y formas de resolución de escenas se apartan de una lógica de ilustración. Es que la forma cinematográfica es independiente de la voluntad de narrar. Por eso en varias secuencias el cine se impone discretamente al mero seguimiento narrativo. Además, cualquier panorámica del mar es más poderosa y convincente que todo vocabulario que se emplee para hacerle justicia a esa inmensidad azul.

Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina

Archivado en:Reseña Etiquetado con:Juan José Morosoli, Mar, Travesía, Viaje

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