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Monográfico: escuelas de cine

11

May
2017

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En un tweet tan irónico como clarividente, el cineasta argentino Edgardo Cozarinsky afirma: “Nada que valga la pena saber puede enseñarse». Le atribuye la escueta y provocativa afirmación a Oscar Wilde y también a su abuela. El genio de Wilde no está con nosotros hace años; es de suponer que la abuela de Cozarinsky, quien nació hace varias décadas, tampoco; y es probable que los tres tengan razón. Es decir: ¿Se puede enseñar a ser un cineasta? Desde que existen las escuelas de cine, hay mejores directores de fotografía, sonidistas, vestuaristas, guionistas, teóricos, críticos, productores, quizás directores. La división del trabajo no solamente define la vida en sociedad, sino también la colaboración en el cine. Las buenas escuelas de cine suelen preparar hábiles técnicos y avezados profesionales. Desde que se han popularizado en Latinoamérica, se han vuelto casi indispensables para acceder y pertenecer a la comunidad cinematográfica, y las condiciones técnicas de las películas han mejorado ostensiblemente. Cualquier película colombiana, argentina, chilena, boliviana o de otro país de la región tiene hoy un estándar de producción y un nivel estético a la altura de cualquier film realizado en un país económicamente poderoso y con una tradición cinematográfica respetable. Un buen ejemplo: cualquier estudiante de cine en Bruselas, Nueva York, París y Hamburgo puede detenerse a desmontar las decisiones formales de un film como Viejo Calavera o La niña santa. ¿Cómo trabajaron la relación de la luz con el espacio en el film de Kiro Russo? ¿Cómo concibió el sonido Lucrecia Martel en su segunda película? El primero estudió en la Universidad del cine (FUC), la segunda en la ENERC, las dos escuelas de cine más determinantes en el cine argentino, más allá de que Russo es oriundo de Bolivia. Un fotógrafo puede aprender física y conocer lentes; un guionista puede adquirir ciertos conocimientos destinados a trabajar sobre los personajes, las tensiones de una trama, el sostenimiento de la coherencia y muchos otros requerimientos que son indispensables para su tarea. En cada rubro se hallará un saber necesario que puede adquirirse. Sin embargo, una pregunta incómoda, acaso capciosa, puede formularse: ¿Se puede aprender cine? ¿Se puede enseñar cine? Tal vez la interrogación más incómoda sea otra: ¿Un cineasta puede aprender a serlo? Alguna vez, el notable director Carlos Reygadas me dijo: “En tres meses se aprende todo lo que se necesita saber, luego la cosa pasa por otro lado”. Cosas similares han salido de la boca de Werner Herzog y de tantos otros maestros del cine de todos los tiempos. Herzog creía que la mejor escuela para un cineasta consistía en salir a caminar sin dirección por días, un método que seguramente tiene poco de académico, pero sí transmite algo que al cineasta de películas notables como Fitzcarraldo y Aguirre, la ira de Dios le parece una condición de posibilidad de su propio arte. No estaría mal incorporar en cualquier currículo la materia “Caminando como Herzog”, sobre todo si ese método heterodoxo suscita obras como las recién mencionadas. Para Herzog, un buen cineasta es peripatético: al caminar piensa, y de cierta forma, aprende a mirar y a escuchar en sintonía con una experiencia distinta del tiempo y del espacio; así, el cineasta puede intuir algo difícil de transmitir. Es de conocimiento público que en los primeros años del cine todos los involucrados en una película aprendían sobre cine haciéndolo. En el inicio, algunos saberes provenientes de otras disciplinas artísticas y técnicas compensaban el lógico desconocimiento de un arte incipiente. En 1910, o incluso en 1930, no había escuelas de cine. En ese entonces se forjaban saberes en la medida que en ciertas ocasiones la imaginación exigía proezas técnicas sin precedentes. En ese sentido, Alferd Hitchcock, otro que jamás estudió cine, soñaba con materializar una condición psíquica y busca entonces cómo hacerlo con el lenguaje del cine. El famoso vértigo de Scotty en la escalera del campanario en Vértigo es el paradigma de cómo un cineasta aprende: a veces imagina algo, luego busco cómo traducirlo. Todos conocemos el gran mito de la cinefilia francesa. Los célebres “jóvenes turcos”, esos que empezaron escribiendo sobre cine y después pasaron a la acción, los Godard, Truffaut, Chabrol, Rohmer, tampoco fueron a una escuela de cine. Su universidad fue otra, la cinemateca y los cineclubes. Se trataba de aprender mirando cine; el estudiante amateur se garantizaba así un aprendizaje prácticamente imposible de organizar académicamente. Extraño misterio de nuestro tiempo: después de varias décadas de enseñanza académica sistemática, una queja reiterada se escucha en los pasillos de los claustros académicos –y no importa si la institución de enseñanza es chilena, ecuatoriana o alemana–: “Los estudiantes no ven cine. ¿Para qué estudian?”. Es un hecho, y una paradoja que no deja de ser inquietante. II En la historia de las escuelas de cine en el continente, un nombre obliga a ser citado: el cineasta argentino Fernando Birri. La famosa Escuela Documental de Santa Fe, que dependía de la Universidad Nacional del Litoral, después de que el director regresara de Europa a mediados de la década de 1950 tras haber estudiado en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma, fue una de las primeras experiencias en el continente que cambiaron la relación con el aprendizaje del cine y de este con su sentido social. En 1962, decía Birri: “El Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral es hoy, septiembre de 1962, un hecho físico. Tiene casa, sillas, pizarrones, biblioteca, filmadoras, reflectores, grabadores, kilómetros de película virgen, laboratorios, sala de montaje, está preparando la instalación definitiva de su sala de sonido, y proyecta su planta-piloto de revelación y copia. Tiene, también, un cuadro completo de profesores y alumnos organizados en la práctica como equipos de realización y una propia metodología de trabajo. Y, además, un catálogo de films documentales realizados (16 y 35 mm), blanco y negro y color, pantalla normal y panorámica, centenares de millares de espectadores, premios nacionales e internacionales.”   ¿Qué es esa Escuela, qué es el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral que le da origen? ¿Para quién? Para los alumnos presentes y futuros de ese Instituto, fundamentalmente; también para el equipo operativo de la Escuela Documental de Santa Fe, que ha vivido estas páginas; sin excluir otros grupos de cine interesados en el desarrollo de una experiencia piloto.   ¿Para qué?  Para transferir el saldo de una experiencia contra el subdesarrollo cinematográfico en Latinoamérica. Con todos sus logros, sus errores y sus rectificaciones. Para que esos alumnos presentes y futuros conozcan mejor las causas que originaron esta escuela en la que trabajan y se proyecten así con fuerza hacia sus fines. Para que ese equipo operativo tenga presente su fructífero y responsable entusiasmo, y lo preserve del desgaste del tiempo. Para que esos otros cinematografistas que participaron o no en esta primera experiencia encuentren en ella un punto de apoyo, de referencia, de estímulo”.  La impronta y apasionamiento de Birri no se detuvieron en las fronteras de su país. La famosa y aún vigente Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños en Cuba fue fundada el 15 de diciembre de 1986. Es bastante probable que en la visión del cineasta, que concibió esa escuela junto a otros directores e intelectuales de la época, no estaban previstas las mutaciones que tuvo esa institución, aunque sí su alcance. La ambición fundacional jamás fue disimulada. Birri pensaba en grande, al igual que su camarada fundacional Gabriel García Márquez, mientras que el propio Fidel Castro celebraba la creación de una escuela de cine en las antípodas del cine hegemónico de su época. En las últimas décadas, la EICTV se ha constituido como uno de los lugares elegidos por muchos cineastas latinoamericanos y españoles (y también de otros países que no son de lengua española) como lugar de formación. Por ahí han pasado cineastas muy conocidos, como Benito Zambrano, y otros cineastas menos conocidos, como el cineasta palestino-español Ahmad Natche y el gallego Eloy Enciso. De esa escuela salió una de las promesas del cine cubano: Susana Barriga, quien lamentablemente no filmó en los últimos años y eligió la carrera académica. En la EICTV se ofrece el llamado “Curso regular” que lleva 3 años y está orientado a formar realizadores, los diversos talleres internacionales con ofertas que cubren todos los campos de actividad del cine (realización, producción, escritura, crítica) y varias maestrías que cuenta con profesores estelares como Bela Tarr, F. J. Ossang, Verena Paravel, entre otros. La EICTV es en la actualidad uno de los polos más influyentes en la conformación de cineastas de la región. Esta escuela ubicada a una hora de auto desde La Habana es la influencia mayor e indiscutible en el imaginario de los cineastas contemporáneos de habla hispana. Pero no es la única escuela que atrae a cineastas de procedencias diversas. En efecto, la otra escuela de cine decisiva en el panorama actual está situada en la ciudad de Buenos Aires. La fundó un cineasta, el ya veterano Manuel Antín, miembro de una generación que le dio al cine argentino un giro modernista. Ahí dan clases teóricos excepcionales como David Oubiña y directores cinéfilos como Mariano Llinás. No hay duda: La Universidad del Cine, también conocida como la FUC, es la otra institución fundamental de los últimos 15 años. Hace un buen tiempo que la FUC ya no es una usina de cineastas porteños, sino latinoamericanos. Estudiantes de Colombia, Bolivia, Chile, Perú, Venezuela y Ecuador han elegido esta institución para formarse. Su tradición cinéfila resulta más que atractiva, incluso cuando la formación teórica muchas veces exige demasiado a una generación de estudiantes que no relacionan sus estudios con la formación intelectual. Las carreras que ofrece la FUC son más específicas que la oferta dispersa y libertaria de su par cubana. “Dirección cinematográfica”, “Guión cinematográfico”, “Iluminación y cámara”, “Historia, teoría y crítica cinematográficas” aparecen entre la oferta. La institución situada en el barrio de San Telmo de la ciudad de Buenos Aires es un cálido recinto de estudios, que cuenta con una biblioteca magnífica y una cantidad de actividades paralelas que determinan muchísimo la formación de sus estudiantes. Los intercambios con otras instituciones, los invitados permanentes de primer nivel y una política institucional por la que se ayuda al perfeccionamiento de todos los estudiantes y egresados, además de influir en la exhibición de sus películas, ha transformado la FUC en el segundo polo de formación del continente. Es injusto y acaso impreciso desestimar como claves otras escuelas de cine latinoamericanas, aunque las únicas en la actualidad que exceden su contexto nacional son claramente las dos escuelas mencionadas. Sin embargo, no se puede obviar la importancia del Centro de Capacitación Cinematográfica y el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Autónoma de México. Ambas instituciones han sido claves en la formación de varias generaciones de cineastas mexicanos: Alfonso Cuarón, Fernando Eimbcke, Emmanuel Lubezki, entre otros, egresaron del CUEC; David Pablos, Michel Rowe y Rodrigo Plá estudiaron en el CCC. Lo mismo se podría decir de otras experiencias. El momento en el que Carlos Flores estuvo liderando los estudios de cine en la Universidad Católica de Santiago fue esencial para una nueva generación de cineastas de ese país, y sin duda hay otras experiencias similares en Colombia, Ecuador, Perú y otros países del continente. Más allá de las diferencias entre los países y las distintas instituciones académicas, persiste una incógnita y un secreto lazo que une una posición de los cineastas, más allá de su pertenencia lingüística y nacional. Prácticamente todos los estudiantes de cine en Latinoamérica pertenecen a una clase social acomodada. Rara vez el hijo de un obrero o asalariado puede llegar a cualquiera de las universidades aludidas y convertirse en cineasta. Eso explica bastante las formas de representación social que se repiten en los retratos de clase en el cine de la región, donde la culpa de clase o en su defecto la inconsciencia de clase se vislumbra en las concepciones de puesta en escena y en la posición de los cineastas en sus films. Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina
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