José Ignacio International Film Festival: el cine en el paraíso
2
Feb
2017
José Ignacio es una localidad que se extiende por varios kilómetros a lo largo de la Costa Atlántica. La famosa ciudad de Punta del Este parece Cannes comparada con la extensión y el desarrollo urbanístico de este pueblo ubicado a unos pocos minutos del punto turístico más importante del Uruguay y su riqueza ostensible. Eso no significa que José Ignacio sea precisamente un lugar desprovisto de riquezas. La ostentación de algunas casas, estancias y hoteles desmienten de inmediato tal presunción. Es un verdadero enclave de veraneo para muchos argentinos y brasileños pudientes, y también un territorio vacío fuera de temporada que atrae a los cansados ciudadanos del llamado Primer Mundo que gustan de la austeridad de estos parajes.
Como es posible imaginar, la vida cultural de José Ignacio no está entre las más estimulantes, aunque siempre se puede descubrir algún pintor o escultor que ha elegido este peculiar lugar para seguir produciendo su obra. La región se reconoce por sus chefs, no por sus artistas. Todo esto estaba bastante claro para los jóvenes emprendedores que lanzaron siete años atrás el José Ignacio International Film Festival; sabían de la escasa oferta cultural e intuían que un festival de cine podía hacer una diferencia. También tenían en cuenta un prejuicio comprensible sobre los meses veraniegos en José Ignacio. No faltará quien le adjudique a esa localidad una propensión congénita hacia la trivialidad.
Sin embargo, la directora (y programadora) Fiona Pittaluga, los programadores Pablo Mazzola y Mariana Rubio, como también el resto del equipo de producción, creyeron que podían apostar por una propuesta cultural sólida y una programación de calidad, que a veces no hace concesión estética alguna. En esta oportunidad, por ejemplo, entre las películas proyectadas entre el 6 y el 15 de enero último estuvieron títulos como Kékszákállú, del argentino Gastón Solnicki, Toni Erdmann, de la alemana Maren Ade (ganadora del premio del público) y Harmoniun, del japonés Kôji Fukada; no son justamente títulos típicamente comerciales. El film de Solnicki es sin duda un desafío integral a las formas aprendidas para codificar un relato; el de Ade es simpatiquísimo, pero sus devenires narrativos tampoco son muy ortodoxos; el de Fukada también sorprende con su impredecible desarrollo narrativo; empieza como un drama familiar y se convierte en uno policial.
La gran curiosidad del festival es que todas sus funciones son al aire libre. A veces literalmente al lado del mar; en otras ocasiones, en estancias cercanas al pueblo de José Ignacio; otro punto de proyección es la vieja estación de tren abandonada de Garzón, un pueblo que está a unas decenas de kilómetros de la sede central del festival, ubicada en el centro de José Ignacio. La entrada es libre y gratuita, acaso un aliciente para que cientos de personas se trasladen por toda la región para ver las películas. La película de apertura fue Aquarius, de Kleber Mendonça Filho; debe haber reunido a unas 500 personas. No es un número despreciable, y tampoco el resto de las funciones tuvieron números muy lejanos a los cosechados por el film brasileño.
Pero el especial interés para Latinoamérica empieza con esta edición. El festival abrió sus puertas para que la iniciativa de la Dirección del Cine y Audiovisual Nacional de Uruguay (ICAU) lleve adelante lo que se ha denominado Usina del Sur.
Se trata de una competencia de películas sin terminar que reúne producciones limítrofes y nacionales. Seis títulos procedentes de Ecuador, Bolivia y Uruguay fueron los elegidos para la competencia. La preselección estuvo a cargo de Mazzola y Pittaluga, y también de José María Riba, un hombre que trabaja desde hace años para el Festival de Cannes, y de Gonzalo Arijón, coordinador de Usina del Sur. Fueron ellos los que seleccionaron El maestro, de José María Avilés; El río, de Juan Pablo Ritcher; Respirar, de Javier Palleiro; Gritando por dentro, de Álvaro Olmos Torrico; La embajada de la Luna, de Patricia Méndez Fadol; y Sacachún, érase una vez la lluvia, de Gabriel Páez.
Fue así que en una improvisada sala en las reconocidas bodegas Garzón, los directores, acompañados por sus productores, presentaron sus películas y luego respondieron preguntas del jurado oficial de esta edición. Anne Delseth, programadora de la Quincena de Realizadores de Cannes, Eva Morsch, programadora de Cine en Construcción del Festival de Toulouse, y la prestigiosa productora italiana Rosanna Seregni eran las tres mujeres encargadas de elegir a los ganadores (los premios se repartieron entre Gritando por dentro, Sacachún… y Respirar).
El ameno y riguroso intercambio entre los miembros del jurado y los cineastas excedió la mera necesidad de definir una calificación para encontrar una obra ganadora. En esas tres jornadas hubo un verdadero encuentro en el que un espíritu didáctico primó por sobre el aspecto evaluativo. En ocasiones así es casi inevitable que existan momentos incómodos, pero el balance del ida y vuelta entre cineastas y jurado fue más que positivo.
Esta séptima entrega del José Ignacio International Film Festival fue un éxito incuestionable, pero no se trató de una edición entre otras. La aparición de esta nueva sección competitiva puede darle al festival un interés regional legítimo. De ser así, su posicionamiento será veloz y entendible. Que se constituya en un punto de encuentro obligatorio en la agenda cinematográfica latinoamericana dependerá de la inteligencia de los responsables. Tienen todo para brillar, y una plataforma de trabajo donde hasta ahora se ha priorizado el cine respecto del mero entretenimiento.
Más información: http://www.joseignaciofilmfestival.com/
Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina