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Entrevista a Nicolás Rincón Gille

2

Mar
2017

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El director de la trilogía Campo hablado, cuyas obras  En lo escondido, Los abrazos del río y Noche herida -esta última estrenada en Colombia en marzo de 2017 y con la que obtuvo el máximo galardón en el Festival Internacional de Cine de Cartagena en el año 2016-, explica la génesis y la realización del proyecto y opina desde Bélgica -donde reside- su posición respecto de la actualidad sociopolítica en su país de origen. Otros Cines: Tu formación inicial fue en economía ¿Cuándo te diste cuenta de que tu interés principal era el cine documental y por qué te radicaste luego en Bélgica? Nicolás Rincón: A finales de mis estudios de economía, que había cursado con felicidad motivado por un interés académico en la economía política, tuve un momento en el que traté de proyectarme al futuro y no me vi encerrado en una torre de marfil. Necesitaba estar en contacto directo con el país, con su población, reprimida desde hacía mucho tiempo por una violencia que es el principal motor económico y entender cómo lograba resistir. Ese interés “general” y la cinefilia que practicaba de manera casi enfermiza en las salas de Bogotá fueron puestos en ruta gracias a un maravilloso encuentro. Un día me topé sin saberlo con Marta Rodríguez en un congreso indígena en el sur de Colombia. Pasé un par de días acompañándola en su práctica de documentalista y ella me enseñó que el buen cine también se podía hacer sin grandes equipos ni financiamientos onerosos, que de manera modesta uno podía construir historias cercanas y potentes. Después de esas jornadas decidí dedicarme al cine. Y en la época, finales de la década de 1990, pensé en irme a estudiar cine a Bélgica, la tierra de mi madre. O.C.: ¿Cómo surgió el proyecto de la trilogía Campo hablado? N.R.: Estudié cine a principios de este milenio. Mientras estaba afuera, me enteraba diariamente de la manera terrible en que los paramilitares vaciaban el campo colombiano con el aval de toda una élite política. Era un proyecto económico elaborado que dejaba al campesino fuera del campo y en el margen de la ciudad. De inmediato me pregunté qué pasaba con todo ese mundo maravilloso que había descubierto gracias a la práctica antropológica de mi padre (otro mentor, el cine es cuestión de mentores, creo) cuando era niño. Quería saber cómo podía el campesino reconstruir su mundo cultural después de semejante embestida. Una embestida que no me sorprendió ver asimilada al demonio… O.C.: Las películas tienen -además de su tono y su búsqueda estética muy particulares- un enorme respeto por las personas que retrata, un fuerte sesgo antropológico y etnográfico, y un intento por romper con el pintoresquismo con que muchas veces se retrata los elementos folclóricos latinoamericanos desde producciones europeas. ¿Cuáles fueron los objetivos, desafíos, temores y limitaciones que te planteaste con este proyecto? N.R.: Bueno, es una gran pregunta y siento que podría hablar mucho al respecto. Pero, para ser corto, no quería caer en los terrenos trillados de la militancia. Quería hacer cine, con una proyección posible del espectador en un mundo que, a priori, nadie quería compartir. Para mí los ambientes, sonoros y visuales, cuentan a veces mucho más que las palabras. Pero justamente, esos “paisajes”, que se pueden leer de varias formas, incluida la exótica, me interesaban desde el punto de vista del campesino. ¿Cómo cuentan ellos el paisaje? ¿Cómo puede contar el paisaje sus experiencias? Y la pregunta esencial: ¿Cómo hacer de la palabra un hecho cinematográfico? O.C.: ¿Cómo surgió tu interés por la tradición oral, por las leyendas de la gente común que se transmiten de generación en generación? N.R.: Esas historias me encantan. Nunca se sabe qué tanto tienen de cierto y qué tanto de invento, pero cuando alguien que las vivió las cuenta uno está seguro de que sucedieron. Es una puerta mágica que permite reelaborar el mundo, sobre todo cuando la violencia quiso pasar por allí para aniquilarlo. Ellas no son parte de un pasado monolítico. Esas historias cambian, se mueven y se adaptan. Sirven para contar a la generación siguiente los miedos y los caminos de todo lo que pudo antecederla. Y, en el caso de Colombia, cuentan la violencia, dándole un espacio e impidiéndole que monopolice la vida. O.C.: Salvo en la segunda película -que tiene una estructura más coral y personajes masculinos más fuertes- en la primera y la tercera las protagonistas son mujeres ¿Te interesan sobre todo ellas a la hora de describir y pensar la violencia del conflicto armado? N.R.: En realidad fue algo que descubrí poco a poco. Finalmente la mujer está mucho más ligada a la tradición oral, pienso. Ella pasa más tiempo con sus hijos y, sobre todo, puede exponerse más al dolor que el hombre. Quiero decir, a ella no le da vergüenza mostrarse adolorida, angustiada, traumatizada. El hombre, casi siempre, intenta dar otra imagen de sí mismo. Muchos de los campesinos hombres que traté de filmar no estaban allí, en el presente, en el lugar en el que habitaban. La violencia les había arrancado algo. De todas formas, si miro mi entorno, si miro la ciudad, el hombre trata de ocultar su heridas pensando en que así van a desaparecer. La mujer las expone y en su acto de valentía nos permite secarlas al viento. O.C.: ¿Cómo ves el panorama actual tras tantos años de violencia, tantas víctimas directas e indirectas, los desplazamientos y las tentativas por alcanzar un proceso de paz definitivo? N.R.: Pasé de una gran felicidad a un pesimismo preocupante. La paz, pensaba de manera bastante infantil, era una prioridad para la mayoría. Hoy me doy cuenta de que es el enemigo principal de la manera en que el país ha venido funcionando. La violencia permite la exclusión, el miedo, y esa manera de operar que viene directamente de varios siglos atrás. En Colombia se escuchan hoy en día voces reaccionarias que antes murmuraban en el silencio. Los hijos de los peores presidentes de Colombia, de principios de siglo pasado, están allí, cuidando sus intereses y protegiendo una manera de hacer las cosas que no se ha modificado. Pienso, por ejemplo, que el campo en Colombia, sus tierras vírgenes, sus recursos, pueden ser vendidos y acabados en un par de años. O.C.: ¿Cuáles son tus modelos o referencia en el cine documental? N.R.: Mis referencias son muchas, pero no son solo del documental sino del cine en general. Eso sí, un cine que se hace preguntas sobre el mundo en el que vivimos. Pienso, por ejemplo, en las películas de Lucrecia Martel, pero también en las de Pedro Costa. Pienso en Ozu, en Pasolini, en Buñuel, en Jean Rouch, en Pelechian. Pienso también en el cine de Marta, en el de Ospina y Mayolo o en el de Gaviria. Todos ellos formulan preguntas. Pero no creo en los modelos, el cine que hace cada uno es irrepetible. O.C.: ¿Cómo ves la situación del documental colombiano (y del cine colombiano en general), más allá de la distancia que tienes por vivir en Bélgica? N.R.:
Creo que el documental está en el corazón mismo del cine. La ficción lo rodea. No por militancia, sino porque en la práctica el cine documental obliga a confrontarse a lo no planeado, al “azar”, a la transformación espontánea de la vida.
Un cineasta tiene que adaptar permanentemente sus útiles. Las malas películas lo son porque encierran todo en una sola voluntad; todo el mundo, incluso los actores, se rinde a una lógica que finalmente es aburrida, preestablecida y esperada. Lo que decía el espectador frente a una de las primeras imágenes de los hermanos Lumière era “las hojas se mueven”. Ese movimiento, que se capta cuando se le provoca y se le espera (en ficción como en documental) es lo que hace cine. Como decía Truffaut, la mirada a finales de plano de Marylin Monroe, cuando el director cortaba el plano y ella salía de rol, lo cuenta todo…  En ese sentido, la gran transformación social que está viviendo Colombia está siendo plasmada por cada uno de los cineastas que se hacen las buenas preguntas. Las buenas películas de ficción del cine colombiano operan como un documental. O.C.: Noche herida ganó la competencia de cine colombiano del FICCI 2016 y tuvo su estreno comercial en el 2017. ¿Qué expectativas tienes frente a la posibilidad de que ayude al debate sobre la problemática de los desplazados? N.R.: No sé si ayude frente a la problemática de los desplazados. Siempre hay un dejo conservador, motivado por la prensa oficial, que hace que cuando una película toca un tema social se le reproche volver sobre lo trillado. Se repite por todas partes el desplazamiento, se habla de todas formas de las víctimas, pero en la mayoría de los casos lo único que se hace es aislarlas. Lo que yo pretendo es ver a Blanca como nuestra abuela, entenderla primero como lo que es, quitándole toda etiqueta social: pobre, desplazada, campesina, etc. Todos nosotros somos mucho más que un rol. Y en Colombia la percepción que se tiene o se ofrece de “las víctimas” me parece pobre y calamitosa. A propósito, y con esto cierro: Un medio de prensa colombiano me pidió que escribiera 10 pasos para escuchar a una víctima… Me pareció una pregunta muy extraña. Esto fue lo que escribí: «No sé si se trate de pasos.
Lo que sé es que se ha construido un círculo imaginario, con fronteras bien limitadas, para poderlos separar de los demás: adentro las víctimas, afuera los demás. Esos de afuera somos «nosotros », los de adentro cumplen el rol de un «ellos». La violencia en nuestro país se ha contado casi siempre en tercera persona del plural. Un uso gramatical que permite, sobre todo, crear una sensación de seguridad para seguir con la guerra: no se preocupe señor, no se inquiete señora, la mala suerte es para los demás. Esta fábula funciona porque la frontera se describe como infranqueable: tranquilos que aquí nadie pasa de un «nosotros» a un «ellos» así nomás. Como si las víctimas estuvieran predestinadas (la extrema derecha de nuestro país incluso las culpabiliza, dejándolas encerradas en un doble dolor), como si se naciese víctima por pobre, campesino, negro, mujer, etc Pero esa frontera no existe. La violencia nos cae encima a todos, no es un fenómeno natural. Está pensada por unos cuantos para crear terror, destruir los lazos sociales, imponiendo una idea de sociedad excluyente, con patrones de finca del tamaño de un departamento al mando. La violencia busca, sobre todo, aniquilar toda posibilidad de sentirse parte de un entorno social vasto, complejo y diferente en el que todos nos sentamos afectados por igual. La violencia y la victimización buscan que el campo no sea ciudad, que el rico no cruce los ojos de los pobres, que la mujer no pretenda ser como los hombres, que el negro no se las pinte de blanco, que el homosexual no tenga los derechos de un heterosexual. La violencia genera tristes caricaturas, es una triste historia de cuentachistes (tal vez por eso el “Heriberto de la Calle” de Jaime Garzón hacía tanto daño al imaginario conservador del país: ese lustrabotas desdentado que le cantaba la tabla a sus clientes iba en contra del mundo caricatural que la violencia construye desde hace años). Lo que sé ahora es que las víctimas están viviendo en medio de nosotros. No hay que dar un paso hacia alguien. Simplemente, allí donde se está, hay que escuchar a los demás, a todos los demás. Todos somos hijos de las madres de Soacha.»
Nunca lo publicaron. Por Diego Batlle, de OtrosCines.com, para Retina Latina

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