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Días de Santiago, de Josué Méndez

8

Abr
2016

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Días de Santiago fue para Perú lo que Pizza, birra, faso (1998) fue para el Nuevo Cine Argentino: una película que daba cuenta de un cambio generacional y que en cierto modo impugnaba la estética cinematográfica precedente, además de constituirse como una aproximación seca y lúcida al presente político peruano del momento de su estreno. Si uno quiere entender los efectos de la política neoliberal llevada adelante en la década de 1990 por Alberto Fujimori y sus consecuencias tardías, este es el film para estudiar. La notable ópera prima de Josué Méndez sigue los días de Santiago Román, un excombatiente de la Marina de Guerra que no logra insertarse en el mundo civil después de luchar contra el narcotráfico y el terrorismo a mediados de la década de 1990. Sin apelar al psicologismo, es el propio cuerpo del protagonista el que expresa un trauma y una violencia social enmudecida. El comportamiento es el discurso. Los gestos y la incomodidad corporal revelan la palabra de angustia del soldado. Lima luce aquí como un campo de batalla diferido, y la yuxtaposición entre los recuerdos de combate y la vida actual de Santiago, acompañada por una decisión estética particular sobre cómo el film pasa del color al blanco y negro, enfatiza la confusión perceptiva del personaje y su inadecuación al presente. Méndez elige a Santiago como el centro del relato, pero lo rodea con habilidad de representantes de tres generaciones que giran alternativamente alrededor de la vida de su personaje: los excombatientes que, como Santiago, no consiguen hallar un espacio en el orden social, la generación precedente –la de sus padres–, abatida y embrutecida por la lucha por sobrevivir, y la generación posterior a la suya, cuya máxima aspiración pasa por encontrar variaciones de placeres fugaces sin otro horizonte existencial que no se exprese en un hedonismo intrascendente. El mayor mérito del film estriba en situar el padecimiento de su personaje (y las peripecias de los secundarios) en un contexto social que tiene una historia y una política que lo ordena; a ninguno de los personajes les resulta ajeno. La nostalgia por la adrenalina en el combate (entrevista en algunas secuencias de entrenamiento casi rituales y en los recuerdos que a veces comparte con amigos) es correlativa en la conciencia de Santiago a su repertorio de imperativos por fundar un orden para su propia vida personal y doméstica (la recomposición de su matrimonio organizando la totalidad de las tares semanales) y por encarar una carrera terciaria (y dejar de trabajar como taxista sin permiso). El film se encarga de exhibir los impedimentos que conlleva esto último si el aspirante carece de recursos. Para una película como Días de Santiago el hallazgo de un actor a la altura de las circunstancias es indispensable. Los esfuerzos tan fallidos como insistentes de Santiago por contener su iracundia permiten el lucimiento del intérprete. El estereotipo del soldado paranoico y traumatizado propio de este tipo de personajes es evitado por Pietro Sibille con una admirable entereza. Ni abuso de gestos ni exhibicionismo dramático; la elegancia dramática consiste en restar expresiones y trabajar con lo necesario. Lo de Sibille es notable. Una de las grandes películas latinoamericanas de la década pasada, capaz de trabajar frente a la sordidez de su relato sin la característica explotación de la mayoría de las películas del género, sostenida en una precisa lectura sociológica según la cual la violencia no responde a un estado de naturaleza sino que, más bien, despunta en un orden económico que envilece a las criaturas inmersas en él. Por Roger Koza, de OtrosCines.com, para Retina Latina

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