Cine político latinoamericano: Un camino lleno de trampas, contradicciones y nuevas búsquedas
8
Jun
2017
El recambio generacional que comenzó a darse en el cine latinoamericano a mediados de la década de 1990 y en los años siguientes en países como Argentina, México, Chile y Brasil, sumado al crecimiento de cinematografías de menor volumen de producción como Colombia, Uruguay, Perú y otros, produjo directores con algunas características estéticas y búsquedas comunes: la apuesta por el minimalismo, el realismo casi documental y los formatos híbridos. En lo que respecta a lo político, sin embargo, la mayoría de ellos optó por construir narrativas en las que esos temas fueran más contextuales que centrales.
De todas maneras, en tanto las situaciones de violencia se siguieron reproduciendo (ya no tanto ligadas a las dictaduras sino a problemas como el narcotráfico, las masacres de civiles o la revisión del pasado reciente), el cine fue repensando su relación con los hechos políticos más relevantes. Y fue el documental el género que se apropió de esas historias: M (Nicolás Prividera, 2007) y Los rubios (Albertina Carri, 2003) en la Argentina; El lugar más pequeño (Tatiana Huezo, 2011) en México –aunque sobre la guerra civil de El Salvador–, Calle Santa Fe (Carmen Castillo, 2007) en Chile, o Inmortal (Homer Etminani, 2016) en Colombia, son apenas algunos ejemplos de los logros del formato.
La ficción, en cambio, parece atrapada en una suerte de trampa casi irresoluble a la hora de poner en primer plano los conflictos violentos del continente. La “trampa” podría resumirse así: ¿Cuál es el límite entre la denuncia y la explotación? ¿Dónde acaba la necesidad por exponer ante el mundo los conflictos políticos que vive el continente y empieza la utilización de esos problemas para el provecho personal –la consagración artística– de sus realizadores? A diferencia de sus pares de la década de 1960, los cineastas de esta generación no parecen seguir ni un programa ni un corpus teórico que sirva como apoyatura a sus ficciones. En cierto modo, lo más parecido a una estructura programática que existe, y que es capaz de nuclear a los jóvenes realizadores, es la de los fondos, los subsidios, los laboratorios de proyectos y hasta los propios festivales. Son los gustos, las necesidades y los deseos de quienes subvencionan, coproducen, exhiben y venden buena parte del cine latinoamericano los que le dan un marco estético a buena parte de los filmes que se producen hoy.
Así como Glauber Rocha atacaba a la industria del cine digestivo (“films de gente rica, en casas bonitas, con automóviles de lujo; films alegres, cómicos, rápidos, de objetivos puramente industriales”) (1) y le contraponía una estética del hambre (“personajes comiendo tierra, personajes comiendo raíces, personajes robando para comer, personajes matando para comer, personajes huyendo para comer, personajes sucios, feos, descarnados, viviendo en casas sucias, feas, oscuras”) (2), las generaciones posteriores han girado la rueda al punto que parece imposible dar a conocer al exterior un cine latinoamericano que no presente una imagen de perpetua condena a un inevitable destino de violencia.
La representación de esa violencia, de la miseria y de la injusticia económica del continente tiende a caer –muchas veces, a merced de estos programas de subsidios, laboratorios y festivales– en el miserabilismo, la sordidez y la crueldad. Y la situación se recrudece en tanto muchas de estas películas tienden a estar entre las más premiadas y celebradas. La ironía de estas “películas de denuncia” es que sus propios recursos estéticos muchas veces terminan anulando o relativizando los propios problemas políticos que intentan sacar a la luz, ya que el principal impacto que causan (una distancia entre los espectadores y los protagonistas que va desde la superioridad a la condescendencia) tiene más que ver con la explotación o el sensacionalismo que con las situaciones específicas que dicen denunciar. Esa “especificidad” se pierde en una idea borrosa y, finalmente, apolítica, de continente condenado.
Una película y un texto, con el correr de los años, fue ganando en trascendencia y reconocimiento a la hora de analizar estos temas. Se trata del cortometraje colombiano Agarrando pueblo (Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1977) y el manifiesto ¿Qué es la pornomiseria?, que ambos escribieron en 1978.
“La miseria se convirtió en un tema importante y, por lo tanto, en mercancía fácilmente vendible, especialmente en el exterior, donde la miseria es la contrapartida de la opulencia de los consumidores. Si la miseria le había servido al cine independiente como elemento de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o porno-miseria (…). La miseria se presentaba como un espectáculo más, donde el espectador podía lavar su mala conciencia, conmoverse y tranquilizarse. Agarrando pueblo la hicimos como una especie de antídoto para abrirle los ojos a la gente sobre la explotación que hay detrás del cine miserabilista que convierte al ser humano en objeto, en instrumento de un discurso ajeno a su propia condición.” (3)
Si bien las condiciones de producción cambiaron radicalmente en el cine latinoamericano en las décadas siguientes, en cierto punto –y pese a los casi 40 años que tiene ese texto– la discusión no parece haber cambiado demasiado. El propio Ospina hoy considera que la “porno-miseria” ha sido transformada en “porno-conflicto”, característica estética en la que los mismos mecanismos son utilizados ya no solo para mostrar la pobreza sino también los conflictos políticos que existen tanto en Colombia como en un buena parte de América Latina.
Uno de las principales problemas ligados al cine político latinoamericano es su tendencia a la generalización y a la falta de especificidad. Lo que se transmite al espectador que no conoce detalles sobre las situaciones políticas de cada país queda envuelto en una sensación de condena metafísica, de un Mal irresoluble que ha cooptado a todos los miembros de la sociedad sin casi diferencias. Un nihilismo de exportación sin muchos matices. “Creo que no sirve de nada tocar a la gente en la superficie: es necesario llegar a ellos en puntos precisos y en profundidad” (4), escribía Jean-Marie Straub, uno de los realizadores y teóricos que más ha combatido estas formas de cine político. Esa profundidad aparece cada vez menos, tapada por la estética del shock globalizado: es la sensación la que se recuerda (la muerte, la violación, la masacre) pero pocas veces las películas se comprometen en exhibir las condiciones económicas, políticas y sociales específicas que las generan.
Tomando en cuenta que las situaciones políticas convulsivas en América Latina no se detienen y que las películas que los tratan –al menos, las que más circulan internacionalmente– suelen reducirlas a productos de exportación con tintes miserabilistas, ¿cuál o cuáles son las opciones para representar esas situaciones sin caer en esos recursos? ¿Qué cine político es posible en el continente?”
La respuesta no es sencilla. Los mejores ejemplos de cine político latinoamericano de los últimos años se ubican en las antípodas de estas propuestas, pero esa misma “discreción” los ha marginalizado de los grandes escenarios internacionales. Películas como las brasileñas Branco sai, preto fica (Adirley Queiros, 2014) o Avanti popolo (Michael Wahrmann, 2012); las argentinas El movimiento (Benjamín Naishtat, 2015) o Toponimia (Jonathan Perel, 2015); las chilenas Rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez, 2015) o Surire (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2015); la mexicana Tempestad (Tatiana Huezo, 2016), o la colombiana Violencia (Jorge Forero, 2015), entre otras, tienden a ubicarse en una zona equidistante entre la ficción y el documental, en una frontera que podríamos llamar “híbrida” o “cine-ensayo”, espacio en el que la subjetividad de la experiencia personal se funde con la historia del país, encontrando en la intimidad el reflejo de una vivencia social abarcadora. Partiendo de lo personal, del análisis y la observación, estos y otros realizadores tratan de producir un cine que vuelva a ser tan político en sus formas como en los temas que trabaja.
Citas:
(1) Glauber Rocha, Uma estética da fome, op. Cit.
(2) Ibid
(3) Luis Ospina y Carlos Mayolo, ¿Qué es la pornomiseria? Texto escrito con motivo de la premiere de la película Agarrando pueblo en el cine Action République en París.
(4) Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Balayez-moi tout ca! Declaraciones recogidas por Marcel Martin y publicadas originalmente en Les Lettres Françaises, 13/01/1971.Traducido del francés por Miguel Armas. Disponible en: http://www.elumiere.net/exclusivo_web/internacional_straub/textos/entrevista_othon.php
Por Diego Lerer, de OtrosCines.com, para Retina Latina